sábado, 15 de junio de 2013

Instantánea 80 - Yolanda y los veinte enanitos. (Primera parte.)





Como decía al finalizar el capítulo anterior, una noche, Alfonso Ungría se presentó en Top Less Music-Hall para ofrecerme la protagonista de una película que podía resarcirme de mi intrascendente presencia, hasta ese momento, en el cine español. Aquellos papelitos en Con ella llegó el amor, de Ramón Torrado, Zorrita Martínez, de Vicente Escribá, El libro del buen amor II, de Jaime Basarri, El espiritista, del portugués Augusto Fernando o Mauricio mon amour, de Juan Bosch no tenían valor alguno en mi carrera. Habían sido participaciones en films que, dado su brevedad, pude  compaginar sin problemas con el teatro o, últimamente, con el show El ángel azul. Tan solo El Perro, de Antonio Isasi Issasmendi, rodada a mediados de 1976, había sido importante y satisfactoria.

El director Isasi me había escogido, por primera vez en mi vida, para hacer de una sufrida campesina, cosa que me ilusionaba pues ya me sentía un poco harta de interpretar mujeres sofisticadas o prostitutas con clase. Aunque las horas de peluquería y maquillaje eran largas, a causa de la transformación que el director quería de mí, la posibilidad de interpretar un personaje distinto me ilusionaba. El papel de aquella campesina era clave en la huida del protagonista a través de la campiña, perseguido por militares y por un perro pastor alemán que nunca le perdía el rastro.  

Jason Miller y yo
En medio de su desordenada fuga, un día llegaba a mi choza el fugitivo y yo, solidarizándome con su situación, le ofrecía albergue. Y  algo más.  Pero aquello, como era de esperar, no terminaba bien. El ejército, guiado por el fino olfato del can, acababa localizando mi casa y, aunque el hombre había logrado escapar, el perro mataba a uno de mis hijos pequeños y, en revancha por haber dado acogida al huido, los soldados me violaban salvajemente. Todo esto ocurría en un supuesto país de Sudamérica.

A pesar de mi profesionalidad y la de los actores que interpretaban a mis verdugos, la secuencia de marras tardó dos días en rodarse. Dos días en los que todos lo pasamos muy mal, sobre todo yo, esposada de tobillos y muñecas a una cama de hierro mientras seis malévolas manos se movían por mi cuerpo arrancándome la ropa al tiempo que yo forcejeaba desesperada. Las  muestras de dolor en mi rostro resultaban muy reales, ya que los hierros de las esposas que me sujetaban  me laceraban  la piel con saña.


La escena de la violación. Película El perro

Estas escenas de violación en el cine son muy traumatizantes pues exigen un realismo que acaba dejándote la sensación de haber sido verdaderamente ultrajada. Por mucho que los compañeros se deshagan  en disculpas y el equipo técnico intente minimizar la cosa con mimos o disimulos.

Para colmo de desgracias la censura cortó esos dramáticos momentos  y  mi papel, después de tanto sufrimiento, quedó reducido a un par de insulsas escenas.

Tan solo una cosa  buena saqué de aquellos agotadores días de filmación. Conocí a Jason Miller, el protagonista. Este culto hombre, al que recordareis como al padre Karras de la famosa película  El exorcista, resultó un ser encantador y, puesto que tan solo el director y yo hablábamos inglés, acabamos, a pesar de la sordidez de aquel rodaje, convirtiéndonos en tan amigos como nos permitió el poco tiempo  que trabajamos juntos.

En aquellos gloriosos días de las coproducciones era necesario para los actores españoles hablar inglés, incluso si las películas eran mayormente nacionales. No en balde era el idioma de los protagonistas, que siempre eran traídos del extranjero. El caso es que, de pronto, todos los actores del país aseguraban dominar el idioma de Shakespeare, y siendo esto en la mayoría de los casos falso, durante los rodajes se formaban auténticos problemas.


Jason Miller y yo durante una pausa en el rodaje
En una ocasión  Jason vino a mí con este ruego; “Yolanda, por favor, me es imposible seguir así. Este actor no solo no habla inglés sino que tampoco  entiende una palabra de lo que digo. Como el sonido no es en directo se pasa todo el tiempo repitiéndo ante la cámara, con variadas inflexiones,  one, two, three, four, five,  y yo no sé dónde insertar mi texto ni como demostrarle, cuando lo logro,  que he terminado y que le toca a él hablar. No quiero recurrir a nuestro director, Isasi, para no perjudicar a ese muchacho, aunque bien podía haberse aprendido sus “bocadillos” fonéticamente, así que he encontrado una solución. Como estamos trabajando la escena con dos unidades en primer plano y contraplano, dile que cuando yo haya terminado mi parlamento me pondré la mano en la cintura para indicarle que puede empezar el suyo y que él haga a la inversa para darme la entrada. De esa forma no nos pisaremos  los diálogos.” Y así se rodó una  escena de enfrentamiento entre “el bueno” y uno de los “malos”. Durante años este caso,  verídico al cien por cien, fue, con variaciones,  una constante en las coproducciones españolas. Las escenas se rodaban sin que hubiese real comunicación verbal entre los actores de distinta lengua, amparados en  que luego, unos maravillosos dobladores profesionales colocarían, como por milagro, cada palabra del verdadero texto en esos labios que se movían, sí, pero al tuntún. 


Ya que se solían hacer dos versiones, una en castellano y otra en inglés para la exportación,  Jason pidió a Antonio Isasi que yo fuese a EE.UU. para doblar mis escenas con él. Por desgracia, al estar trabajando en el Music-Hall,  me fue imposible. Durante un corto tiempo estuvimos intercambiándonos amistosas misivas. Luego,  el contacto se rompió, pero siempre recordaré con afecto a ese gran caballero  y actor, Jason Miller, desgraciada y prematuramente fallecido en el año 2001.


Pero volvamos a finales de 1976, al exitoso Top Less y al día en que Alfonso Ungría se presentó en el local "poniendo ante mi boca una tarta de los más exquisitos y exóticos frutos, servida nada más y nada menos que por mi admirado actor Fernando Fernán Gómez", como describo en mi capítulo anterior..

La oferta era tentadora. Protagonizar junto a Fernando un film  era ya un regalo, pero si el director era Ungría y el tema una ácida crítica al poder destructivo que un dictador ejerce sobre el pueblo la cosa no podía ser más apetecible. Lo malo del asunto era que yo no estaba dispuesta a abandonar ese “Ángel azul”, que tantas satisfacciones me proporcionaba, y pensar en hacer un doblete de más de  seis o siete sesiones era algo que merecía ser meditado..





Pero a Alfonso, perfecto encantador de serpientes, no le costó demasiado trabajo convencerme de que participar en Gulliver era mi “gran oportunidad”. Me prometió un sueldo sustancioso que me sería abonado al terminar la película,  concentrar todas mis secuencias en 14 días, recogerme cada noche al finalizar la función, o sea,  a la una de la madrugada, en un amplio coche de producción y traerme de vuelta a Madrid con tiempo sobrado para reintegrarme al show de Top Less.

Me contó por encima la trama: un recluso fugado  llegaba a un pueblucho abandonado desde hacía décadas por sus moradores originales y en el que un amplio grupo de enanos se reunía durante el invierno con el fin de ensayar y preparar sus números para las eventuales  actuaciones veraniegas. Allí, oh casualidad, se encontraba con su examante,  vedette venida a menos, que se había convertido en concubina del jefecillo del clan.

Fernando, en complicidad con la mujer,  se hacía pasar por un famoso empresario y  se iba apoderando, con falsas promesas y utilizándome  a veces como moneda de cambio, de la voluntad de los enanos, hasta llegar a convertirse en un déspota.

Lo que no me explicó  en ese momento fue que el rodaje sería en Granadilla, ¡a casi trescientos kilómetros de Madrid!, lo cual me obligaría a intentar dormir cada noche en el auto durante las horas de viaje, es decir, que no volvería a ver mi  cama mientras durara la filmación. ¡Catorce noches con sus correspondientes días! En realidad la culpa fue mía al aceptar el proyecto antes de estudiarlo en profundidad, sobrestimando mis fuerzas y dejándome llevar por mi entusiasmo artístico. Y aquello resultó ser agotador.

Tampoco supe, en un principio, que entre los veinte enanos del elenco  había un ínfimo grupo de profesionales. Para conseguir el resto se habían puesto anuncios en los periódicos solicitando personas de esa condición que deseasen trabajar en el cine. El resultado, como es de esperar, fue que la inmensa mayoría eran mendigos o indigentes totalmente incultos, personas sin la más mínima idea de que eso del “cine” precisaba de conocimiento, disciplina e incluso  amor.

El grupo "Los bomberos toreros"
No obstante, entre la habilidad de Alfonso Ungría y la ayuda de  los profesionales que les guiaban, el grupo “Los bomberos toreros”, payasos,  Enrique Fernández y Espinosa, actores, se consiguieron planos y momentos de gran impacto visual.

Fernando Fernán Gómez, al que tanto gustaba disertar, tras dormir toda la noche en un cómodo albergue de carretera, llegaba al rodaje animoso y parlanchín mientras que yo me iba “desinflando” a ojos vista.

En una pequeña habitación anexa a maquillaje, la scrip me tenía preparado cada mañana un barreño y nada más bajarme del coche me introducía  en él, lanzado sobre mi dolorido cuerpo baldes de agua fresquita. Puesto que en aquel pueblo deshabitado  no había agua corriente, lo del balde y el cubo era indispensable Terminado el proceso pasaba yo a maquillaje, sin duda el momento más placentero,  pues allí me esperaba Goyo, el maquillador, uno de los seres más encantadores y eficientes que he conocido. Sin mediar otra palabra, al verme entrar me decía, “hala, a trabajar”, me sentaba en el sillón de maquillaje y durante largos minutos me regalaba el más maravilloso masaje en hombros, cabeza y cara. Luego, con esas enormes manos que increíblemente poseían a la vez habilidad, fuerza y delicadeza, pasaba a intentar reparar los destrozos que la falta de sueño iban dibujando cada día con más profundidad sobre mi rostro.


Fueron días de los que, tan solo gracias a mi juventud y a un milagro de disciplina y amor a mi profesión, pude sobrevivir. Sacar cada noche las energías necesarias para enfrentarme a dos horas de show trepidante en el Music Hall era una tortura que,  para mi sorpresa, a medida que iba cogiéndole el ritmo, desaparecía. 

Y así logré llegar a la última de aquellas 14 jornadas de mis angustias. A pesar del terrible agotamiento, esa mañana una llamita de felicidad iluminaba mis ojos y una satisfacción por la labor cumplida aligeraba el peso que se acumulaba sobre mis extenuados huesos. ¡Hurra! ¡Ese iba a ser mi último día de rodaje!

¿Cómo iba a suponer que lo peor de aquella pesadilla estaba aún por llegar?

Foto Cotarelo



Próximo capítulo. Yolanda y los veinte enanitos. (Segunda parte)


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