sábado, 9 de febrero de 2013

Instantánea 62 - La Segunda Campaña Nacional de Teatro (2ª parte).





En Orense, la máñana de nuestra separación

Y entonces, nuestra peor pesadilla se hizo realidad. Sucedió en Orense, el mes de noviembre de 1969.   Puede que sea   cierto el viejo refrán de que “guerra avisada no mata soldados”, pero  en nuestro caso no lo fue. Yolanda y Jesús, los dos aguerridos y entusiastas soldaditos del amor, quedaron destrozados, aplastados por la inevitable separación. Jesús dejó la gira  para comenzar el servicio militar obligatorio en Madrid.  Ahora tocaba, por más que a dos pacifistas como nosotros el hecho nos repateara, “servir a la patria con las armas”.   El día de aquel adiós, que debía durar veinte meses, cien vampiros hubieran podido intentar beber mi sangre sin lograr extraer ni una gota de mi exangüe persona. 

Los compañeros-amigos fueron un sostén inestimable. Sobre todo Juan Jesús Valverde, José Hervás, Julia Tejela  y Emilio Berrio, Esther Farré y Carlos Canut, con los que habíamos tenido una relación más cercana,  se empeñaron hasta el agotamiento en hacerme más llevaderos los días iniciales de soledad y angustia. Las “primeras figuras”, por supuesto, existían en otra dimensión y se empeñaban en demostrar que nuestras vidas pasaban desapercibidas para ellos .
Maruchi Fresno

Con la magnífica excepción de Maruchi Fresno. ¡Qué entrañable personaje! Conocida entre los profesionales con el apodo de La reina santa, a consecuencia de una película del mismo nombre que había rodado, dirigida por Rafael Gil, muchos años atrás, sus maneras nobles y su dulce y generoso carácter la hicieron merecedora, “per sécula”, de ese título. De buena familia pero aquejada del virus del teatro, siendo muy joven había contraído un desgraciado matrimonio con el director teatral Juan Guerrero Zamora. Nadie comprendía esa unión entre un ser tan espiritual y otro carnal hasta la médula. Aquello estaba destinado al fracaso. En alguna de nuestras conversaciones durante la gira ella me aseguró estar aún   enamorada de ese conflictivo ser, a pesar de lo sufrido durante la convivencia y del tiempo que ya llevaban legalmente separados. (En aquellos días no existía el divorcio).

Tal vez por esa nostalgia del ser amado que ambas compartíamos, quizá también por nuestra adicción a la poesía, nos buscábamos con frecuencia para compartir estados de ánimo. El día de la partida de Jesús, Maruchi me hizo un regalo de tal ternura que   resultó algo inolvidable: un libro anónimo, de una ingenuidad apabullante, que había encontrado en una librería “de usado”, y cuyo contenido era, como su nombre indicaba, sencillas y tiernas “Cartas de amor”.  Entre los muchos recuerdos que guardo de esa mujer tan rica en matices hay uno que sobresale por su originalidad: durante nuestros interminables viajes en autocar por las depauperadas carreteras españolas de la época, solo teníamos permitido hacer una parada y la  aprovechábamos  para vaciar las sufridas vejigas y para tratar de ser atendidos, en la barra de algún restaurante-bar de carretera, por el único camarero que a esas horas de la madrugada solía llevar el lugar. Una manada de joven ganado bajaba entonces en tropel del autocar para intentar cubrir sus necesidades y estirar las piernas.

En una de esas ocasiones, siendo alrededor de  las cuatro de la madrugada, con una temperatura exterior de cero grados y mínimamente superior en el interior de nuestro transporte, en esa única parada  la troupe en pleno nos abalanzamos sobre la barra, asaeteando al pobre camarero con gritos de “¡un café con leche!”, “¡un chocolate caliente”, “¡un bocadillo de tortilla calentito!”. Tal era el griterío que las peticiones eran casi ininteligibles. A mi lado, Maruchi, alzando un delicado  dedo de su blanca mano intentaba llamar la atención del camarero inútilmente. El vocerío era impenetrable. Su actitud demasiado comedida. Así que, con la intención de ayudarla, le pregunté qué es lo que intentaba pedir a lo que me respondió, con su educadísima voz, “un orujo, hijita, un orujo, a estas horas de la madrugada, siempre un orujo”.  A gritos   logré conseguírselo . Ver a  esa sutil criatura saborear la fortísima bebida alcohólica de más de 45 grados mientras la jauría de lanzados jovencitos devoraba sus croisants a la placha, sus bocadillos de chorizo frito, sus cafés con leche y sus ardientes chocolates con churros fue una imagen inolvidable. Y aquello sorprendía aun más puesto que   durante el día nadie la vio jamás ingerir alcohol. Eso sí, a partir de aquella madrugada, durante nuestras tan esperadas paradas en bares de carretera, Maruchi y yo nos convertimos en una pareja inseparable, ambas codo con codo y  apoyadas en la barra, yo con mi vaso de leche caliente y ella con ese orujito que yo le pedía y ella saboreaba con delectación.

Pero volviendo a la condena a la que Jesús y yo nos vimos sometidos, he de admitir que no fue tan terrible como esperábamos. Al haberse presentado voluntario a la mili  tuvo la opción de escoger un destino cercano a Madrid. Terrible en cambio era el caso de pobres pueblerinos, moradores de la "España profunda” que, al ser sometidos al sorteo de destinos, eran desplazados  a Melilla, Ceuta, El Sahara o, cuando menos, a cientos de kilómetros de sus casas y familias. O de esos otros que se veían forzados a abandonar los estudios y los trabajos con los que ayudaban a la manutención familiar. La mili fue y sigue siendo un tema muy controvertido.

Aunque Jesús nunca tuvo grandes problemas durante su servicio, era de dominio público que cosas terribles ocurrían. Crueles abusos de poder, accidentes mortales con armas de fuego en manos de ineptos, y hasta suicidios de jóvenes sensibles que no habían sido capaces de soportar la implacable dictadura que implica el militarismo.  La milicia obligatoria fue abolida, tras doscientos años de estar en vigor, el 31 de diciembre del 2001.
Ante el Puente Romano y La Casa de las Conchas.
 Zamora y Salamanca

Y la larga campaña Nacional continuaba. Fueron infinidad las ciudades recorridas y dignas de  admiración las bellezas naturales y arquitectónicas que descubrí en  España. Costas bravías, como las de Cantabria o Asturias, playas casi tropicales como las de Alicante, Andalucía o Castellón, zonas de vegetación umbría como las de Galicia, contrastando con otras desérticas, como las de Almería, elegida en esos años por los italianos para rodar sus “espagueti westerns”... Y luego estaban las Islas Canarias, tan parecidas a Cuba  en el hablar de sus gentes y en su flora. En fin, que una polifacética España mostraba ante mis ojos bellezas que no lograban atemperar la nostalgia por mi familia, por Cuba y, ahora también por Jesús. Sin embargo, algo con lo que no contábamos en el momento de su partida, los permisos militares, hicieron a la vez más soportables y más terribles los meses de separación.

En Alicante

Maravillosas eran sus llegadas pero desoladoras sus partidas.  Tres veces, durante esos seis meses de gira, tuvimos la oportunidad de compartir cama y vivencias durante unos días que  se nos hacían demasiado cortos. Verlo irse de nuevo se convertía en una experiencia siempre  traumática.

Tan solo el arduo trabajo teatral me recompensaba. Eso y las múltiples anécdotas que me aportaba el diario vivir. Por ejemplo aquella noche en que, durante la representación de Águila de Blasón, tras pisarme los largos faldones que llevaba, perdí el equilibrio y me precipité desde el primer piso del decorado hasta el escenario, dando una vuelta de carnero en el vacío y yendo a parar, para mi sorpresa sentada con donaire sobre el suelo del escenario. El público, no sé si creyendo que era parte del montaje o como paliativo a mi vergüenza, prorrumpió en un cerrado aplauso. Por fortuna solo mi amor propio resulto herido. Nada más terminar la función el representante de compañía, Carpena, entró en mi camerino y me comunicó que, dado el éxito obtenido, Marsillach me pedía repetir el acto cada día. Naturalmente aquello era solo una broma pero durante los segundos que tardé en darme cuenta lo pasé fatal.
En Córdoba y en Sevilla, ante la Giralda

En Después de la caída me sucedió algo sorprendente y muy desagradable. Ya he comentado que en esa obra tenía a mi cargo el papel de Olga, un hermoso personaje torturado por sus recuerdos del tiempo pasado en un campo de concentración nazi. Mi escena estrella consistía en un conmovedor monólogo de muchos minutos durante el cual relataba a Quintín (Luis Prendes) mis dolorosas experiencias. Marsillach la había montado  centrando toda la luz sobre mí y dejando a Prendes de espaldas al público y en penumbras.



Aquella era una escena muy difícil que precisaba gran concentración y yo, como es natural, buscaba a menudo el apoyo en los ojos de mi compañero. Ojos que en realidad nunca estaban ahí. Es decir estaban pero no estaban. En una ocasión, para mi total desconcierto, vi a Luis salir del escenario en medio de mi monólogo y encenderse  un pitillo entre cajas, dejándome sola y abandonada ante el “respetable”. Actitud inexplicable en un compañero. Nunca le dije nada al respecto pero alguien debió hacerlo pues el hecho no volvió a repetirse.
Terele Pávez y yo

Mucho más divertida fue mi anécdota con Terele Pávez, convertida desde entonces en un chascarrillo en el mundo del teatro. Tras uno de esos agotadores viajes de cientos de kilómetros y ya en  nueva plaza, Terele y yo nos cruzamos una mañana en la calle, de camino al teatro. Habíamos llegado a la ciudad siendo casi mediodía  y en el proceso de encontrar alojamiento se había hecho la hora de comer.  Hacía dos noches que no catábamos una cama. Sin duda en aquellos momentos estábamos ambas hechas unos “zorros”, así que intentado hacer una "gracieta" le dije, “hombre, Terele Pávez ¿cómo estás?”, a lo que, en uno de esos prontos que la caracterizaban me respondió llena de furia, “¡pues anda que tú, hija de puta.!” Sin duda ella convirtió las interrogaciones de mi pregunta en signos de admiración y está claro que no suena lo mismo un ¿cómo estás? que un ¡cómo estás! La riqueza del énfasis.

Yo no di más importancia al exabrupto ya que esa temperamental mujer y yo nos habíamos hecho bastante amigas, cosa de la que muy poca gente de la compañía podía presumir. Su personalidad exaltada hacía que muchos huyeran de ella. Otro día, estando en el teatro sentí abrirse, de un empujón, la puerta de mi camerino y en el dintel apareció una airada Terele.
Yo- “Hola cariño, ¿quieres algo?”
Ella- “Sabes, Yolanda, te odio,”
Yo- “¿Por qué, Terele?”
Ella-  “¡Porque eres la única persona en esta compañía con la que no he logrado discutir!”
Yo-  “Es que para discutir hacen falta dos, cielo, y yo no estoy por la labor”.

La cuestión es que, casi sin darme cuenta, ya estábamos en 1970. Las fiestas navideñas habían pasado casi desapercibidas, lejos de Madrid, de Jesús y de mis nuevos amigos, trabajando cada día en alguna distante y bella ciudad española. Al Grupo Teatro 70, montado tan solo para la campaña, ya le quedaba pocos meses de vida, con lo que eso conllevaba de tristeza y a la vez de alivio. Seis meses de ajetreo, casi la mitad del tiempo en la carretera, era algo agotador.
Haciendo malabares lograba que mi sueldo de 700 pesetas me diera para vivir  y hasta que quedara lo suficiente para enviar a Madrid la parte que me correspondía en los gastos de aquel apartamento al que Carlos Rodríguez, José Escarpanter, Carlos Álvarez, Álvaro Marrero, Jesús y yo nos habíamos mudado en agosto del 1969.  Afortunada decisión  pues el tiempo pasado en aquella “comuna” resultó   uno de los más felices de mi vida y hay muchas cosas interesantes y divertidas que contar sobre esa etapa.

 Próximo capítulo. Una comuna en la época franquista.

1 comentario:

  1. Esta entrada tiene de todo, casi es un cuento...ternura, amor, anecdotas...todo un retrato de una actriz en pura faena. Me quedo con la actriz fragil y adorable que tomaba el tragito contigo. La otra, Terele Pavez, la admire en "Cuentame..." y luego lei algo de su vida un poco triste...pero no estoy seguro. Ese mundo extraordinario de la gente de teatro!...y como telon de fondo la historia de amor, esa bella historia que hasta hoy compartes con tu marido...Besos desde Varna querida Yolanda!

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