sábado, 5 de enero de 2013

Instantánea 57 - Nunca llovió que no escampara (1ª parte).




Quiero dedicar este capítulo a uno de los hombres más humanos y generosos que he conocido: “Gianinni, Representante Artístico”

Aquella gélida mañana  de febrero de 1968, al descubrir ese letrero sobre la fachada de la Calle del Desengaño 14, y a pesar de la mala experiencia sufrida hacía poco con el peligroso mánager señor B, presentí que algo bueno estaba a punto de ocurrirme. Al fin. A pasos agigantados deshice el corto trayecto de vuelta a mi hospedaje en busca del sufrido álbum de recortes en el cual, como ya he dicho antes, estaba reflejada toda mi trayectoria artística cubana. Mientras ascendía los escalones que me conducían al despacho de Gianinni, mi ansiedad se incrementaba en progresión geométrica.  Con la historia de mi vida  apretada contra mi pecho, toqué a esa puerta que, confirmando mi presentimiento me iba a dar acceso a la esperanza, a la calidez y al inicio de mi recuperación profesional.

Frente a mí, sentado tras un gran buró de caoba, me recibió una imagen llena de ternura; un hombre de unos sesenta años, grande y rollizo, de mejillas adornadas por  saludables rosetones, vivarachos ojos azules y que devoraba, con el entusiasmo de un niño, una enorme ración del cake de chocolate más apetitoso que había visto en mi vida. Nunca olvidaré sus primeras palabras, “jovencita, ¿ya has desayunado?” Tal vez había notado el invisible hilillo de saliva que  mis jugos gástricos debían estar deslizando  por mi barbilla. “Sírvete un café con leche de ese termo y comparte conmigo este pecado de gula que va a acabar con mi salud.” Así comenzó nuestra relación.


Una vez dimos cuenta del improvisado desayuno, comenzaron una serie de preguntas a las que respondí como si ese hombre y yo nos conociéramos de siempre. Le hablé de mi vida en Cuba, de mi hispanidad, le conté el exilio de la familia hacia la isla en el año 48, del tiempo pasado por mi padre en un campo de concentración franquista, de mis planes de traérmelos a todos en cuanto las posibilidades económicas me lo permitieran…  Por su parte, él me dijo que su padre, a causa de sus ideas liberales, había sido fusilado durante la guerra civil y me habló de los esfuerzos de su madre por sacar a la familia adelante, allá en Galicia, tras ese suceso.
 
Pero fue cuando mencioné a las “Pfarry Sisters” que su rostro se iluminó con una increíble sonrisa. “¿Que tú eres la hija de las Pfarrys? ¡Pero si siendo yo un adolescente me colaba en los teatros para verlas bailar..! Ellas fueron mis dos primeros amores platónicos. Tal era mi adoración que nunca me hubiese atrevido a acercarme  a las mellizas alemanas. ¡Y ahora tengo ante mí a su hija, tan bella y resplandeciente como ellas! Esto es un milagro.” Esas palabras sellaron nuestra amistad.


Gianinni se especializaba en el mundo de las variedades y tan solo días después me consiguió la primera actuación. Fue  en el hotel Samil-Vigo, situado en la maravillosa playa del mismo nombre, con las bellas islas Cies de fondo, pero cuyas heladas aguas atlánticas no me permitieron ni siquiera introducir en ellas mis pies ávidos de mar.  Allí en  Galicia, de donde procedía el 50 por ciento de mi sangre, me sentí conmovida y aceptada por un público y unos periodistas  que me recibieron con entusiasmo.

A pesar del obstáculo que entrañaba la irrebatible condición que figuraba  en los contratos,“la cantante NO ALTERNA”, Gianinni me procuró un invierno bastante ocupado. Canté en  El Dragón Rojo, de Pamplona, en la Sala Marruecos, de Villena, Valencia, en el Rio Club, Murcia, en Las Redes, de Santurce, al que volví en más de una ocasión, en Los Tres Peces, de Alicante, donde tuve la agradable sorpresa de coincidir con un antiguo y querido amigo de la familia; el gran cantante Pepe Blanco. En ese club fui contratada por una semana y me quedé tres “a petición del público”.
Con Pepe Blanco en Los Tres Peces

Aquello de "alternar" en las salas de fiesta era casi obligatorio. Solo las grandes figuras se libraban de ello y yo no estaba en ese grupo. Incluso los cabarets importantes solían tener, como reclamo, a bonitas y jóvenes muchachas que, sentadas en la barra, esperaban pacientes a que algún cliente las solicitase como acompañante. Su labor consistía en consumir y hacer consumir a su compañero la mayor cantidad posible de bebidas, de lo que ellas obtenían un tanto por ciento.  Lo que hiciesen con el “caballero” al finalizar el espectáculo era de su libre albedrío. Fuese como fuese, tan solo el tener que ingerir cada  noche grandes cantidades de alcohol mientras soportaba a algún baboso individuo, era algo que me negaba a hacer. Mucho más hubiese podido trabajar en aquella época sin esa traba pero Gianinni no solo aceptó mis condiciones sino que me  apoyó.

Nuestra relación artística ya duraba más de un mes cuando, en una de mis casi diarias visitas a su despacho, me preguntó preocupado a qué se debía el empecinado catarro con el que "cargaba" desde hacía largos días. Entonces le conté la historia de mi casera, esa ahorrativa “viuda respetable” que parecía querer conservarse en hibernación entre las paredes de su gélida casa, de su rotunda negativa a que pusiera en mi habitación aquel pequeño calefactor que Ramón me regalara y de como  yo dormía arrebujada entre papeles de periódicos mientras el vaho de mi respiración empañaba los cristales del balcón. Su reacción fue inmediata. Frente por frente a su despacho Gianini tenía un apartamento que usaba como desván y archivo de viejos papeles. Me ofreció que lo utilizara gratis por el tiempo que quisiera, y, puesto que aquel edificio poseía calefacción central tendría garantizada una grata temperatura y una absoluta libertad, ya que  me entregaría las llaves para mi uso único y personal. ¿Era posible una oferta más generosa y apetecible?

Así que, tras consultarlo con mis protectores Ramón y Jesús, volví a recoger mis pertenencias y me dispuse a tomar posesión de la habitación más atiborraba de trastos que imaginarse pueda. Viejos archivos polvorientos, desmantelados sillones apilados unos sobre otros, una antigua mesa de despacho y un catre de 80 centímetros  ocupaban la  totalidad del espacio. La encantadora esposa del representante y su  hija adolescente me trajeron, ese mismo día,  una pequeña lámpara y la colocaron sobre una caja que haría las veces de mesilla de noche. Trajeron también sábanas, una almohada y una gruesa manta de divertidos dibujos con lo que lograron mitigar la aridez de aquel camastro que, sin ellos sospecharlo,  a partir de ese momento se iba a convertir en el reino de mi más total felicidad.


Allí, por la noche, tras cerrarse la oficina del representante, Jesús y yo iniciamos una relación amorosa que duraría hasta hoy. ¡Fue increíble el provecho que supimos sacar a esos 80 centímetros de superficie!  De contorsionistas o funámbulos fueron las variaciones que nuestros jóvenes cuerpos lograron  componer sobre tan pequeño espacio. Nuestras uniones solían terminar al amanecer,  encajados ambos en posición fetal, como dos piezas de rompecabezas. Entonces Jesús partía hacia facultad de Ingeniería Aeronáutica donde estudiaba y yo intentaba borrar de mi rostro los signos de la avasalladora pasión nocturna.

Tan solo algunas veces, cuando por algún motivo Jesús no era mi  compañero de catre, yo cobraba consciencia de mi tremendo desamparo y las oscuras siluetas de los trastos que me rodeaban adquirían agresivas formas que alteraban mi sueño. Hasta una madrugada en la que descubrí que mi soledad no era absoluta, que tenía un tímido compañero de habitación: un ratoncillo. Aunque parezca increíble, aquel ser y yo terminamos teniendo una muy buena relación. Yo le traía restos de mi cena que él devoraba silenciosa y educadamente cuando se apagaba la luz. La cuestión es que, en esas eventuales vigilias, el ruido de sus patitas correteando en la oscuridad, siempre a una prudente distancia, me servían de  compañía. Nunca conté lo de su existencia. Nadie hubiese comprendido nuestra “amistad”.


En cuanto al trabajo, llegado el verano la cosa se animó aún más. Maleta en mano y en vetustos trenes  recorrí las ferias de gran parte de los pueblos de Castilla y Levante. En cada pueblo una sola actuación.  Siempre en improvisados escenarios montados al aire libre y acompañada por pequeños combos compuestos casi siempre por músicos “de oído”, es decir que no sabían leer ni una nota de mis partituras. Ese problema de trabajar con músicos “iletrados” se solucionaba comparando, antes del primer pase, las canciones que todos nos sabíamos y adaptándome  al tono que me daban. Aun así, muchos buenos recuerdos tengo de aquellos días. Como también algunos intentos de agresión de un público masculino borracho al que mis minifaldas excitaba, un pianista que no apareció a la hora del espectáculo, motivo por el cual yo hube de ocupar su puesto y al cual finalmente encontró la policía,   drogado hasta las cejas, en una esquina del recinto ferial. También en una ocasión sufrí el chasco de que un alcalde  se negara a pagarme tras mi actuación, aduciendo que le habían vendido a una cubana, que él supuso  negra, y que le habían endilgado a una insulsa walkiria.

O esta otra surrealista anécdota. Una tarde, en una de mis experiencias feriales, tuve la precaución de preguntar al organizador del evento si los componentes de la orquesta que me acompañaría eran profesionales, a lo que, con actitud ofendida, el hombre me contestó, “¡naturalmente”! Así que cogí varios de mis arreglos, seleccioné las partes para los seis instrumentos que componían la orquestina, y con ellas me dirigí al parque donde íbamos a actuar. Nunca había hecho ese experimento y me corroía la duda de cómo sonaría la cosa. Pero alguna vez tenía que probarlo. Era una tarde cálida y de sol esplendoroso. Un hermoso día de verano. Al llegar al escenario vi cinco atriles, lo cual me tranquilizó, y a un joven muy rubio y con gafas de sol, sentado a un  piano vertical. “Hola, soy el director y pianista”, me dijo, “el resto de los músicos no puede acudir al ensayo porque el horario de sus  trabajos se lo impide. Dime qué piensas cantar”. Aquello comenzaba a ser inquietante pero el verdadero mazazo lo recibí cuando, tras entregarle las partituras, el rubiales me dijo: ”mira, muchacha, es inútil. Soy albino y no veo nada durante el día. Déjame los papeles y yo se los entregaré a los compañeros cuando lleguen esta noche. Date una vuelta por el recinto y diviértete. Nos veremos a las 10”. El resultado, como supondréis, fue un desastre. Sin un ensayo, con partituras escritas a mano, cosa a la que no estaban acostumbrados, y con canciones para ellos desconocidas,  la actuación resultó la más espantosa de mi vida. Aunque, por fortuna,  la bulliciosa, excitada y poco atenta audiencia no pareció advertirlo.  (Había en Madrid una casa que editaba y vendía pequeños y sencillos arreglos de las canciones más conocidas y con ellos solía trabajar la mayoría de los cantantes)

Pero lo importante de aquella intensa etapa era que el dinerito empezaba a entrar engordando poco a poco el apartado para los viajes de mi familia 

Próximo capítulo: Nunca llovió que no escampara. (2ª parte).

4 comentarios:

  1. Al fin Yolanda que me tenias casi deprimido cuando pensaba en tu historia...pero...mira que pensandolo bien solo fueron unos pocos meses. Sabes que muchos en tu lugar se hubieran ido por el camino mas facil. Tu historia es toda una leccion de profesionalismo y fuerza humana! Bravo! Me alegro mucho el haberte conocido! Besos!

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  2. Recibid todo nuestro amor. Siempre es una delicia leerte.
    Nunca te detengas!
    Besos
    P&J

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  3. Hola Yolanda. Con esta parte de tu historia recordé doblemente ese dicho cubano que dice: "Pasó más trabajo que un forro de catre viejo"
    Saludos
    Felo

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  4. Magnifico como siempre, Yolanda y dando lugar a la nostalgia....
    Un besazo
    Paco Canton

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