sábado, 27 de octubre de 2012

Instantánea 51 - Otra vez en la lucha



Navidad en la calle Alcalá. Madrid

La palabra que mejor describiría mi primer 31 de Diciembre en España sería “desconcierto”.  Al entrar en casa de los Ortega me encontré con la sorpresa de que allí estaban mi tía Olimpia y su marido Rafael.  Mis benefactores. Cuando nos abrazamos ella y yo, mi impulso fue prolongar el acto indefinidamente. Me movía  la  esperanza de que esa sangre que corría por su cuerpo, la misma que nutría el de mi adorado padre, calentara la mía, helada por  la “saudade”. Pero la transfusión no se logró. Era como abrazar a una extraña. La estreché con más fuerza, intentando extraer de ella el calor de la consanguineidad. Pero ni aún así llegó a mí un ápice de la calidez que mi padre solía trasmitirme.  Era la misma sangre, sí,  pero no tenía los mismos poderes.   Primer desconcierto.
Mi tía Olimpia. 1955

Superada mi frustración pude apreciar que Olimpia era una agradable y guapa mujer. En cuanto a Rafael, mi tío político, resultaba un hombre apuesto pero de actitud tan distante que se estableció para siempre entre nosotros una frontera que fue imposible de traspasar.  Por supuesto, agradecí a ambos  la ayuda que me estaban prestando y, acto y seguido, comenzaron una ronda de preguntas a las que respondí con sinceridad absoluta. Bueno, mi familia estaba todo lo bien que se podía esperar, dadas las circunstancias. Mi padre había recibido con estoicidad el mazazo de comprobar lo que va de la teoría  a la práctica. Sus sueños socialistas se derrumbaban sobre su espíritu puro, uno a uno, día a día. La situación en Cuba era insostenible pues Castro había resultado un falsario, un dictador que  estaba llevando  la isla a la ruina. Mis posibilidades de desarrollo profesional estaban siendo estranguladas  por causa de mi negativa  a integrarme en aquel sistema militarizado y caótico. Les hablé de las presiones para obligar al pueblo, en su totalidad, a formar parte de unas milicias armadas, de aquellos Comités de Defensa de la Revolución casi plenipotenciarios regidos por la arbitrariedad, de la  escuálida e incumplidora  Cartilla de Racionamiento, pero observé en sus caras, a medida que intentaba describir la situación reinante en la isla,  gestos inequívocos de incredulidad. 

Intentando acabar con el interrogatorio, les afirmé que había efectuado la traumática separación familiar con el fin de encontrar un sitio en mi Patria y así poder traer, lo antes posible,  a  mi gente, como mi padre había hecho tantos años atrás con la suya. Teníamos mucho de que hablar, tras años de desconocimiento mutuo, pero esa noche no era  la más indicada para ello ya que se consideraba, de forma obligada, noche de risas, uvas y champán. Y maldita la gracia que me hacían esas cosas en esos momentos.
Mi triste imagen navideña
Entre los asistentes se encontraba  Ana Esther, una azafata de Iberia, exnovia de mi primo Rafael y amiga de la familia. Estando todos sentados alrededor de la mesa,  la joven me dijo que, puesto que yo hablaba cuatro idiomas, había pensado en recomendarme a sus jefes, asegurandome  que  reunía todas las condiciones para desempeñar esa profesión.   Agradecí su oferta e interés pero la rechacé de inmediato. Dentro de mí no cabía la posibilidad de cambiar de esa manera el rumbo de mi vida. No estaba dispuesta  a considerar ni esa ni ninguna otra opción que me alejara de aquella profesión mía que, desde la niñez,  me había exigido tanto  esfuerzo y estudio  y que tanto sacrificio y dinero había costado a mi familia. Pero observé que todo el grupo había acogido la propuesta de la azafata con entusiasmo. Y  aunque sentí  como tras mi rechazo el ambiente se enrarecía no pude ni sospechar lo que mi actitud me iba a acarrear. Segundo desconcierto.

Mi “primo putativo”, Juanjo, la única persona con la cual tenía verdadera empatía, no estaba presente.  Había contraído matrimonio con su prometida Ana un par de días antes y se hallaban de luna de miel. Yo no fui  invitada a esa ceremonia. Tercer desconcierto.
Mercedes y Olimpiña. 1943

Tras sonar las campanadas e intentar ingerir esas tradicionales doce uvas que se me atragantaron hasta el punto de hacerme temer por mi vida, mi tía me dijo que, al día siguiente, pensaban ir a visitar a Mercedes, mi otra tía, de la que hacía mil años no se hablaba en casa de  los Mariño-Pfarr. De ella solo sabía que junto su hija Olimpiña habían vivido en Cuba  durante los años de mi infancia, mantenidas por mi padre, y que a causa de sus  graves problemas mentales era una persona muy conflictiva, con tendencia a organizar escándalos públicos. Por esa razón Arsenio había procurado mantenerla alejada de nuestra casa. 

Recordaba que un día, mucho tiempo atrás,  mi padre nos había dicho que, después de estar ingresada y de ser dada de alta en el manicomio de Mazorra, Mercedes había querido irse a Costa Rica llevándose a su hija. Según decía, su propósito era reunirse con su hermana y con su madre, Gloria, mi abuela paterna, a la cual yo nunca llegué a conocer, reconociendo, en un momento de lucidez y sinceridad, que ella se sentía incapaz de criar sola a una adolescente. Papá nos informó  que ya les había comprado los pasajes. A mis madres, las mellizas, que siempre habían sufrido por las condiciones de vida  que la niña Olimpiña tenía que soportar al lado de una madre que adoraba, pero absolutamente desquiciada, habiendo incluso sugerido  recogerla en nuestro hogar, la noticia de que  se reunirían con la parte costarricense de la familia, les hizo respirar aliviadas. Tanto madre como hija tendrían un hogar y gente querida y responsable  que controlara a Mercedes.  Y a partir de ese momento nunca más se habló de eso, al menos en mi presencia. Ahora resultaba que mi tía estaba en el manicomio de Ciempozuelos, en Madrid. Nunca supe por qué o cómo  había llegado la mujer a España Es posible que su espíritu trastornado la impeliera a buscar nuevas aventuras, con ese egoísmo e inconsciencia que siempre la  caracterizaron. Parecía que ni su santa madre, Gloria, ni su hermana, ni el amor de su hija, ni siquiera el hecho de que Rafael, su cuñado, fuese un prestigioso médico, pudieron controlar sus desvaríos. El caso es que había dejado a Olimpiña al cuidado de la familia y  ahora estaba en España. Y de nuevo ingresada en un manicomio. Cuarto desconcierto.

Por supuesto consideré mi deber acudir  también a verla,  así que pedí a mis tíos que me recogieran al día siguiente en la Residencia. Fue una visita muy triste, ¡justo lo que yo necesitaba en esos momentos!  Mercedes, mi siempre despegada madrina,  no me reconoció. Ni siquiera recordaba quién era yo.  
Mi tía Mercedes. 1939

Aquel ser deteriorado y desorientado no podía ser la mujer hermosísima que, como me habían contado,  cautivaba el corazón de los hombres y que, en la Cuba del año 29, protagonizara la película muda “El veneno de un beso”, dirigida por Ramón Peón.   El  recuerdo que  tenía de esas fotos suyas que mi padre guardaba con amor y tristeza, eran la antítesis de la imagen que  tenía ante mis ojos. El caso es que ese iba a ser nuestro último encuentro pues, poco tiempo más tarde, Mercedes abandonaba el hospital psiquiático, dejaba  Madrid y salía de mi vida para siempre.

Olimpia y Rafael volvieron a Costa Rica unos días más tarde. Solo habían venido a pasar el fin de año con su hijo Oscar y, de paso, a verme. No tuvimos tiempo ni oportunidad de intimar, pero oyendo el panegírico que hacían  de la profesión de azafata  y de lo bien remunerado que estaba ese trabajo, en mi alma quedó de nuevo clara su incomprensión ante mi rechazo y la necesidad de emanciparme lo antes posible. Así que, en esos primeros días de enero del 68, decidí ponerme las pilas y comenzar mi peregrinaje por los teatros de Madrid.
José Tamayo

Y mi primera intentona fue contactar con José Tamayo, tal como había planeado.  Cumplir el encargo que Pepe Triana me había dado en Cuba sin duda me abriría las  puertas para llegar a ese gran director. Luego yo me encargaría de que dichas puertas se mantuviesen abiertas. Así  que, con el libro de la obra teatral de Pepe, La noche de los asesinos, en una mano y en la otra el abultado álbum de mis recortes,  me dirigí al teatro Bellas Artes.

Aquella  fue mi primera salida en solitario, mi primer viaje en metro en esa nueva etapa de mi vida.  Me asombró comprobar la claridad con que mi mente guardaba  el recuerdo de los días en que, allá por los años 40, acabada la jornada de trabajo  y de vuelta de los teatros de Madrid, mi familia y yo utilizábamos el suburbano para dirigirnos a nuestro hogar de Alonso Cano. Para mi sorpresa aquellos túneles y vagones abarrotados me resultaban  familiares.

Y, de repente me encontré allí, frente al Teatro Bellas Artes, pero paralizada por un ataque de pánico.  Llena de una inseguridad que me producía vértigo mi  único deseo era retroceder hasta mi guarida. Tan solo el recuerdo de mi gente y  mi decisión de traerlos a España lo antes posible me mantenían en pie. Y como si esas queridas imágenes me sustentaran, como si sus manos agarraran las mías para  darme un cálido impulso, irrumpí, aún temblorosa, en el reino de José Tamayo.

Me recibió su ayudante, Antonio Díaz Merat.  Con  amabilidad me dijo que el señor Tamayo no podía recibirme porque en esos momentos se estaban realizado audiciones para la obra que allí se estrenaría próximamente. Aquello me pareció una señal divina y la oportunidad perfecta para matar dos pájaros de un tiro; entregar la obra de Pepe y demostrar mi valía sobre el escenario. Y  mis temblores cesaron. Le pregunté al señor que me atendía cómo podría acudir a esas audiciones, a lo que me respondió entregándome una “separata” de la obra y me concertaró una cita para el día siguiente. “No es necesario que te aprendas la escena”, me dijo, “tan solo léela varias veces para que te familiarices con el texto”. Y así fue como, con el corazón pletórico de esperanza, inicié mi  regreso a mi “hogar de acogida”.

Al llegar a la calle pregunté la hora a un viandante. “Son las nueve”, me respondió. ¡Las nueve ya. Era increíble como volaba el tiempo fuera de la "cárcel"!  Así que apuré el paso pues debía llegar  a la Residencia  antes de las fatídicas diez de la noche, es decir, antes de que sus puertas se cerraran para las huéspedes hasta el día siguiente. La ilusión que me invadía puso alas a mis pies y bríos de caballo jerezano a ese metro madrileño. Y llegué a mi refugio con tiempo sobrado.  Todo empezaba a salir bien. Estaba segura de que al siguiente día las brumas que desde  mi llegada rodeaban las 24 horas de mis jornadas se disiparían para que un sol brillante alumbrara el primer peldaño de mi ascenso en mi profesión y en mi Patria. Sí, mañana sería un día muy importante.


Próximo capítulo: Hasta los genios pueden equivocarse.

2 comentarios:

  1. Dejas a tus lectores sin aliento esperando la proxima entrega. Muy apasionante tu historia como te he dicho y repetido muchas veces. Solamente no comprendo, si estabas tan triste en noche vieja, como lucias tan, pero tan bella... Ayer le envie a Jorge Pais tu foto con el. En su pagina de myspace no la tenia. Un abrazo querida Yolanda!

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