lunes, 9 de abril de 2012

Instantánea 23 - Laika, Kitty, Nana, Laura y demás animales (cuadrúpedos) de mi vida en Cuba.


Mencionar a Laika en el capítulo anterior, aquella perrita rusa, primer viajero espacial, ha hecho revivir en mi corazón a todos los compañeros de cuatro patas que me hicieron compañía  durante mis, en un principio fructíferos y después  devastadores, años en Cuba.

Pero empezaré rindiendo un pequeño homenaje a ese ser del que tan poco sabemos, Laika, flagrante víctima del progreso.
Laika era una perra callejera recogida con el fin de entrenarla, junto a otros dos canes para ser lanzada  al espacio. El entrenamiento consistía en acostumbrar a los animales  a una permanencia de hasta 20 días en espacios cada vez más reducidos y a someterlos a fuerzas centrífugas que hacían duplicar su pulso y elevar su presión sanguínea en 30-60 terr. Solo el imaginar esto es ya lo suficientemente terrorífico. Laika fue la infortunada vencedora de estas pruebas. ¿Cuántos nos habremos preguntado qué había sido de ella? Solo muchos años después se supieron las condiciones inhumanas de su muerte. Esta ocurrió entre 5 y 7 horas tras el lanzamiento y la causa fue una mezcla de estrés y sobrecalentamiento. Creo que no es necesario decir nada más. Ah, sí,  de añadir que en "agradecimiento" el gobierno ruso le  erigió una estatua en el año 2008. Pues qué bien, ¿no? Y ahora comienza mi historia.

En 1952, la que entonces era mi profesora de ballet, Irma Hart Carrier, me regaló una gatita. El cachorro formaba parte de la última camada de uno de los muchos gatos callejeros que ella alimentaba, algunos de los cuales se habían convertido en inquilinos fijos de la casa. Era una delicia de bebé, increíblemente tranquilo y cariñoso.

Kitty
Ya adulta,, convertida en un precioso ejemplar, la gata esperaba mi vuelta del colegio sentada en el balcón, quieta  como una esfinge, hasta que me veía aparecer en su amplio espacio visual. Entonces, según me contaba mi familia, Kitty comenzaba un ritual consistente en dar unas excitadas carreras por la casa que no finalizaban hasta que su amita entraba por la puerta. En ese momento la recepción consistía hacerme receptora de  restregones (muy gatunos) y de grandes saltos (totalmente perrunos). Este festejo duraba un buen rato.


En mis horas de estudio al piano ella era mi fiel acompañante. Echada a mis pies, al lado de los pedales, se hacía un ovillo y no volvía a haber gata por la casa hasta que la música cesaba. Era una auténtica melómana.

Un día notamos que algo malo le pasaba. Maullaba dolorida y mi llegada a casa careció de su alegre recibimiento. Al instante la llevamos al veterinario, algo difícil de encontrar en aquellos tiempos pretéritos. Curiosamente, siendo tan afectiva, solo a mí me permitió tomarla en brazos. Así que, envuelta en una sabanita, como un bebé, la llevé a la consulta, musitándole  durante el camino palabras cariñosas que parecían calmarla. Por supuesto el comité estaba formado por la familia en pleno.

El diagnóstico fue terrible. En una de sus escapadas nocturnas, ignoradas por nosotros, había sido envenenada. El veterinario nos ofreció la solución de “ponerla a dormir”, eufemismo que siempre me ha irritado, a lo que me negué entre lágrimas  con la inconsciencia y el egoísmo de mis 11 años. Visto esto, el doctor, le puso a Kitty una inyección para al menos aliviar sus sufrimientos y con ella dormida en mis brazos realizamos el triste regreso a casa.
El abatimiento era general. Nadie cenó aquella noche, nadie se fue a la cama hasta la madrugada, observándola y rogando por el milagro de su salvación. Agotados por la tensión y viendo que Kitty dormía con aparente tranquilidad, a las 3 de la madrugada nos acostamos  con una oración en la boca y la esperanza en el alma.

Minutos más tarde escuché unos débiles maullidos al lado de mi cama, y allí estaba ella, casi sin poder sostenerse sobre sus patitas. De un salto abandoné el lecho y comencé a seguir sus inestables pasos hasta el salón. Una vez allí, mi pobre animal se dirigió a su habitual lugar bajo el piano y volvió a convertirse en la preciosa bola de pelo que todos adorábamos. De inmediato supe lo que me estaba pidiendo. Alcé la tapa del piano y, a esas intempestivas horas, comencé a tocar sencillas melodías, todas las que en aquellos días me sabía, repitiéndolas una y otra vez hasta que, con voz acongojada,  las mellizas me dijeron “Déjalo, Yolincita, Kitty ya no respira”. Esa fue la primera vez que vi a mi padre llorar. En fin, mi gatita murió aquel amanecer rodeada de lo que más había amado en vida: la música y su familia. Durante mis posteriores pequeños conciertos   en el Ateneo, la sensación de que su cuerpecito aún me acompañaba, acurrucado a mis pies junto a los pedales, me ayudó a superar el miedo escénico del que siempre he padecido.

Mis primeros intentos adoptivos fueron tristes fracasos. Poco después de la muerte de Kitty, durante mi regreso a casa desde el colegio, observé que una figurita  extremadamente delgada y de color indefinido seguía mis pasos a prudencial distancia, parándose cada vez que yo lo hacía e irguiendo sus orejillas cuando mis ojos se fijaban en los suyos. Por cierto, unos ojos tan oscuros y grandes que me hicieron pensar en los de Betty Boop.


Continué la andadura de cuatro cuadras que me separaba del hogar, haciendo mis paradas cada vez más frecuentes y observando en mis giros que la distancia entre ambas se iba  acortando. Cuando llegue a casa, con el animal ya   convertido en  mi sombra, mi primer acto fue sacarle un plato de leche que devoró en un santiamén. Su posterior acción  fue traspasar la puerta, no sin cierto recelo aún,  y comenzar a examinar con minuciosidad cada rincón. Mi madre y mi tía, amantes de los animales de una forma que parecía ser un distintivo  familiar, la dejaron moverse a sus anchas y soportaron sus olisqueos y exámenes hasta que la figurita se aposentó a los pies de un sillón y, cerrando los enormes ojos, se quedó profundamente dormida. Se habían  firmado los papeles de adopción. Un par de días más tarde descubrimos que era blanca y que era hembra. Las mellizas habían logrado bañarla, sin grandes hostilidades, y yo la bauticé  como Betty.
Con Betty en 1953

Al poco tiempo, aquella maraña de lana blanca que la cubría había adquirido un precioso brillo argentino,  su agilidad y descaro la habían convertido en dueña del sillón favorito de mi padre y el marcado pentagrama de huesos que eran sus costillas había desaparecido. Pero unos meses más tarde fue la propia  Betty quien desapareció. Aprovechando un descuido al dejar la puerta de la calle abierta, sintiéndose fuerte y hermosa, había corrido en busca de sus raíces. Su instinto callejero, su necesidad de libertad y espacios abiertos fueron  más fuertes que nuestro cariño o la seguridad de nuestro hogar. Mis padres la buscaron por todo el barrio. Mi amiga Lucy y yo hicimos lo mismo.  Pero fue imposible encontrarla. Ojalá la vida la haya ayudado en su  afición al sistema de  “parada y fonda”, ojalá consiguiese ser, durante muchos años  la  “agasajada circunstancial”, la rompe corazones, ya que esos eran sus deseos. El caso es que nosotros nunca más supimos de ella.


Nana, la perra de Wendy

Y entonces llegó Nana. 

Aquella tarde de noviembre del 53 mi madre y mi tía me habían llevado al Cine Metropolitan, el cual quedaba justo enfrente de la Academia Cima donde yo cursaba mis estudios escolares. Ponían “Peter Pan” de Walt Disney y no queríamos perdérnosla. Al salir  del cine era ya de noche. Tan solo habíamos dado unos pasos cuando  un grito de mi tía nos estremeció; “¡Una rata!” Pero como las ratas no gimotean, comprendimos que se trataba de un cachorrito arrastrándose penosamente por el borde de la acera. Creo innecesario afirmar que aquella misma noche el animal tomó posesión de nuestra casa. Una vez allí comprobamos que no era tan bebé como su fragilidad insinuaba. Dos meses debía tener pero su debilidad le impedía erguirse y caminar con normalidad. Poco  duró ese problema, por fortuna para ella y para nosotros, pues Nana fue nuestra compañera durante los 18 años que duró su vida.

Toda la familia en 1957

En este caso fue mi tía  quién adoptó a la perra. Jenny  comenzó  por darle comida que ella masticaba previamente y migas de pan mojadas en leche que introducía  en su boquita. Esto cada cuatro horas, como nos dijo el veterinario que se debía hacer con los cachorros. Incluso en medio de la noche, Jenny, se levantaba y, con paciencia infinita, alimentaba al bebé. 

Nana, yo y el fantasma de Kitty.
(Recreación)

Tal vez sucedió que los genes presentes en su saliva penetraron en los del animal pero el caso es que Nana, a la que yo había bautizado con ese nombre en honor a la perra de Wendy en la película “Peter Pan”, se convirtió en la sombra de Jenny. Desde el principio se formó una  relación especial entre las dos. Nana, que como su nombre indica era hembra, toleraba con condescendencia al resto de la familia pero su amor incondicional era para mi tía. Y al parecer  ella no portaba  el gen melódico. Cuando le daba por eso,  pues la Nana era muy suya, acompañaba mis escalas y arpegios de calentamiento con sonoros aullidos, que en su caso, sin duda, no eran voces de admiración por mi ejecución, sino una manera muy particular de decir “¡ya basta!”


Entonces se acercaba Jenny, tomaba a Nana en sus brazos y las protestas cesaban . Como dije antes, 18 años vivió, los últimos 3 ciega por las cataratas, pero desenvolviéndose en la casa como si estuviese dotada de un prodigioso radar. Su pérdida fue para la familia un gran golpe. Para mi tía, aunque a alguien moleste la comparación, fue como la pérdida de un hijo. Yo ya estaba fuera de Cuba cuando me notificaron su muerte. Sencillamente un día no despertó. Una muerte tan tranquila y satisfactoria como lo fue su vida.

Pero en el ínterin otro animal había ocupado también nuestro corazón y nuestro hogar.
Era el verano de 1965. Cuando mi familia me vio regresar a casa, con ese neceser que tan trabajosamente me habían conseguido para mi primer viaje en avión todo cubierto de agujeros, no podían sospechar el pequeño tesoro que  contenía.
Fausto Canel me había solicitado para protagonizar su película “Desarraigo”, de la cual hablaré con extensión cuando llegue su momento cronológico. Un anochecer, tras terminar el agotador rodaje en aquellas minas de Nicaro, Oriente, Canel y yo nos  dirigíamos a nuestros  alojamientos en una casa albergue.

Nuestro camino nos llevaba, inevitablemente, por la orilla de un manglar lleno de enormes árboles  cuyas gruesas raíces aéreas  quedaban cubiertas por las aguas durante la pleamar. De pronto oímos un gimoteo que provenía de esas marañas de vegetación. Hacia allí nos dirigimos y, luchando contra los avances de la marea, llegamos a tiempo para rescatar al animal más pequeño y desvalido que yo había visto en mi vida. Era una perrita. Estaba manchada de sangre y de placenta, con los ojos aún cerrados y el cordón umbilical colgando de su tripita.  Así que recogimos el diminuto cuerpo, no sin antes observar los alrededores en busca de una posible madre despistada. Nada se movía en torno nuestro, salvo ese mar que se acercaba implacablemente.

Creyendo que era un acto infructuoso, decidí llevarla conmigo y que al menos su muerte no fuese tan fría y solitaria. Aquella primera noche que pasamos ambas en la habitación del albergue fue larga y desesperante. Sus gimoteos eran constantes y angustiosos. De pronto se me ocurrió colocar al cachorrito sobre mi vientre, esperando que el calor de mi cuerpo le calmase. Y fue como un milagro. El silencio reinó y ambas dormimos unas cuantas horas con placidez. Por la mañana me despertó una extraña sensación y al abrir los ojos vi a la recién nacida intentando mamar de uno de mis pezones. Aquello fue tan conmovedor que decidí, fuese como fuese en aquellos años de carestía, encontrar  alimentos para ella. Utilizando como biberón un gotero que no recuerdo quién del staff me agenció, con leche ahora condensada o evaporaba, luego de vaca o de lo que la generosidad de la gente de Nicaro me pudiese brindar,  logré conseguirle sus cuatro raciones de alimento diarias. Habilité mi neceser como su cuna y conmigo iba y venía de esos rodajes en los que todos estaban pendientes de ella mientras yo trabajaba. Cada día que la perrita lograba sobrevivir era como un asombroso milagro que todos festejábamos.

En más de un plano de esa película, bajo mi amplia camisa y dormida sobre mi estómago, invisible para el público, está mi diminuta Laura. Si os fijáis  podéis advertir su oculta presencia en esta foto.


Aeropuerto de Santiago de Cuba,
con Laura en el neceser
Veinte días sobrevivió en esas condiciones. Cuando llegó el fin del rodaje en Oriente y debimos regresar a La Habana, con ella dentro de mi neceser agujereado  subí al avión pensando que esa sería la última experiencia que el cachorro podría soportar. Pero no fue así. Laura estaba decidida a no morir. La llegada a casa fue apoteósica. La historia de su odisea y su obvia fragilidad hizo aflorar los abundantes buenos sentimientos de mi familia y la convirtió en objeto de exquisitos cuidados generales. Nuestro temor era que, cuando abriese los ojos y saliese de su casita, siguiendo su  natural instinto animal buscara el apoyo y cariño de Nana y que ésta la agrediese en un ataque de celos o rechazo.
Con Laura y las mellizas. 1967

Quiso la suerte que al llegar ese momento yo no estuviese trabajando y pudiese presenciarlo todo. En un principio solo vimos sus patitas tratando de impulsarse fuera de la caja. ¡y nos dimos cuenta que sus ojos estaban al fin abiertos! La Nana que, tras olerla en un primer momento la había ignorado supinamente, tan solo le dirigió una displicente mirada desde el regazo de mi tía. Yo intenté coger a Laura en brazos pero el sabio consejo de mis alemanas fue que no interfiriera, que esperara el desarrollo de los acontecimientos. Cuando tras arduos esfuerzos logró  salir, Laura  pasó por el lado de  Nana con la misma displicencia que Nana tenía para con ella, es decir, como si no existiese, y se dirigió  a mí, toda rabito agitado y lengüita al aire.

Y así siguió siendo durante el tiempo que estuvimos juntas. Laura me consideraba su madre. Estoy segura que nunca creyó pertenecer a la raza canina. Era capaz de oler mi llegada a cien metros de distancia, conmigo dormía y demostraba sus celos con contenidos gruñidos cada vez que alguien, que no era de la familia, se me acercaba.   A excepción de Lucy y de mi amiga Gladys Triana, las cuales   desde su llegada  la habían mimado. Pero de Gladys y nuestra gran amistad escribiré más adelante.
Con Laura y mi padre. 1967
Por desgracia unos años más tarde me vi obligada a abandonar todo lo que amaba. Cuba se había convertido en la antítesis de lo que había sido. De paradigma de alegría y libertades a hervidero de temores y represiones. Y partí hacia España.

A los dos meses recibí una carta de mi padre diciéndome que, tras mi partida, Laura había agarrado una vieja zapatilla mía, se había metido bajo mi cama y que ni con ruegos ni con amenazas lograron sacarla de allí. Para desesperación de mi familia, en menos de un mes, murió de tristeza o si lo preferís, como la Niña de Guatemala,  murió de amor.
Y esta es la historia de los compañeros cuadrúpedos que, durante los 18 años que viví en Cuba, compartieron mi vida y cada uno de los cuales  aún mora en mi corazón.


Próximo capítulo - Cuba en la década de los 50. (Cuarta Parte) El ballet y Prolegómenos de la Revolución.


1 comentario:

  1. Como puedes ser tan maravillosa por dentro y por fuera!
    Gracias!
    P&J

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