sábado, 4 de febrero de 2012

Instantánea 14 - Camino hacia el adiós (segunda parte)


Se dice que en el País de las Tinieblas vivía una niña que conoció personalmente al demonio. Por supuesto, no al clásico demonio de cuernos, rabo y tridente. ¡Por favor! Ya en aquellos días el infierno estaba mucho más modernizado.
Se comenta que el padre de la niña, un príncipe de reluciente armadura, tras luchar contra los infieles, había sido apresado y conducido a una mazmorra y que fue allí donde, totalmente ignorante de la verdadera entidad de ese ser maléfico, entabló relaciones con un demonio que vagaba entre las miserias de los penados  ataviado con larga sotana, perfecta tonsura y crucifijo sobre el pecho. ¡Qué mejor disfraz podía haber adoptado! Parece ser que el príncipe, tras su liberación, lo recibió en su castillo, permitiendo, en agradecimiento por las palabras de consuelo que el falso monje  le diese durante su martirio, que entrara y saliera a voluntad de sus dominios y de la vida de sus seres amados.

Cuentan que la madre de la niña era una hermosísima diosa de dos cabezas siempre vigilantes, pero que ni siquiera ellas pudieron reconocer a Lucifer tras aquel perfecto disfraz de santidad.


La leyenda dice que un aciago día, la diosa de dos cabezas y el príncipe de radiante armadura, debiendo atender a cosas de sus súbditos, montaron en sus blancos corceles  dejando a su hija, la princesita de siete años, al cuidado  del travestido demonio y que fue en ese momento cuando se desataron todas las furias del infierno.  Rayos fulminantes  surcaron  el pacífico cielo que hasta ese momento había habitado en los ojos de la niña, diluvios incontenibles manaron de ellos y aterradores truenos sacudieron su piel mientras, despojado de su disfraz clerical, Satanás le mostraba su auténtica imagen. Ahora un negro lobo cuya áspera lengua de fuego quemaba la infantil piel, luego  un dragón cuyo fétido aliento infestaba la pequeña boca, o una resbaladiza serpiente que penetraba en el cuerpo de la niña entre aullidos que provenían de ella misma.

No se conoce a ciencia cierta el tiempo que el demonio martirizó a la princesita, pero dicen algunos pájaros que revoloteaban por la almenas del castillo, que escucharon estas sibilantes palabras saliendo de la pestilente boca de una hiena, "como cuentes algo de esto tus padres hervirán eternamente en las calderas de Pedro Botero y tu cuerpo será despellejado por los buitres hasta el fin de los días”

Esto se dice que ocurrió un día en el País de las Tinieblas. España.




La familia Mariño-Pfarr recibió el 1948 trabajando en las Islas Canarias. Arsenio había conseguido un contrato con el director de sendas salas de fiesta en Las Palmas de Gran Canarias y en Tenerife, así que las mellizas, con Jenny  en forma y haciendo ver al mundo que nada perturbaría su entereza, siguieron conquistando a su público. En cuanto a mí, increíblemente libre de ciertos terribles recuerdos, seguía siendo una niña vital y despierta. El príncipe volvió a ser mi padre, la diosa de dos cabezas mis queridas mellizas y el demonio y sus actos  desaparecieron de mi cerebro y de mi vida como por ensalmo. A veces he llegado a pensar que esa virgen de Guadalupe que me regalara Irma Vila había hecho conmigo un milagro, empujando hasta el fondo de mi  subconsciente  imágenes, sonidos y sensaciones de mi violación que mi consciente no hubiese podido soportar. Y allí se quedaron durante muchos años.

Fue feliz aquel 31 de diciembre cálido y soleado, tan distinto a los que hasta entonces había vivido en la península. Bellos aquellos viajes en barco entre las islas y más hermosos aún los paisajes y sus gentes. TODO era hermoso.




A nuestro regreso a Madrid yo traía para mi amigo Pepín una fruta maravillosa que acababa de descubrir; un mango. Segura de que la disfrutaría y ansiosa por ver su delicioso jugo deslizarse por sus sonrosados mofletes,  fui a su casa a buscarle. Entonces comprendí que las desgracias no habían terminado, que la aventura isleña había sido como estar momentáneamente en el ojo del huracán, todo paz y calma engañosa. Pepín había muerto de neumonía.


Sus padres, pobres y desesperados, habían recurrido al estraperlo para conseguir la penicilina que podía haberle salvado, pero  que aún era imposible de encontrar en el mercado oficial.  Aquello del contrabando se había convertido en algo peligroso y salvaje. En Madrid, individuos desalmados, vendían medicamentos adulterados o caducados y en las garras de uno de esos asesinos había caído el padre de Pepín. El único amigo que me quedaba se había ido, haciéndome sentir que el helado Madrid de ese febrero se convertía en una mortaja para mi corazón.

España, tras el bloqueo de las Naciones Unidas, a veces agonizaba con resignación y a veces se revolvía en estertores, como una fiera moribunda. Los suministros alimenticios fallaban y llegó un momento en que las peladuras de esas patatas que de vez en cuando distribuían por la libreta, se convertían en un manjar. El pueblo, que ni siquiera durante los bombardeos a la ciudad había prescindido de su gran afición al teatro, languidecía juntamente con España y los espectáculos teatrales fueron dejando lugar a aquellos del luto y la miseria que nos rodeaban.
Celia en la República
Celia en el franquismo

Solamente la argentina Celia Gámez  y sus revistas, convertidas para la ocasión en comedias musicales edulcoradas y moralizantes, parecía tener abundante público: las damas de Acción  Católica y la nueva y ultra conservadora alta sociedad franquista. Celia era lo que yo llamo una “superviviente” que supo, de forma camaleónica, adaptarse. Pasó de ser una atrevida vedette,  durante la república y la guerra, a convertirse en una comedida y elegante cantante-actriz en la posguerra. Y de ambas formas triunfadora.
Put the Blame on Mame

Una ocasión en que los fallos de suministro habían afectado hasta al indispensable pan, a mi familia y a mí se nos ocurrió una idea. Figuraba en la cartelera una película, Gilda, que conmocionaba  los cimientos de aquella sociedad super católica, llegando incluso la Iglesia a amenazar con la excomunión a quién osara ir a verla. Pocos asistieron a las proyecciones pero aquel Amado mío, que Rita Hayworth doblaba secretamente sobre la voz de  Anita Ellis,  sonaba en las radios y en las gargantas de todas las españolas, sirvientes o servidas, jóvenes o maduras, vencedoras o vencidas, convertida casi en un himno. La imagen de Gilda en los carteles, esa Rita  de verdadero nombre Margarita Cansino y origen español, vestida de raso y con  largos guantes, se había transformado en un icono libertario para el género femenino .

Así que las alemanas y yo planeamos  que, del extenso vestuario de las "Pfarry Sisters", me confeccionaran un traje y unos guantes que remedaran aquella famosa imagen de Gilda, y que así vestida me presentara  en una cercana tahona mientras entonaba la  melodía de Amado mío. Todos sabíamos que los tenderos guardaban a escondidas, para disfrute propio o venta ilegal,  pequeñas raciones de los productos que les llegaban y siendo  la panadera un ser encantador  hacia su tienda nos dirigimos  con la esperanza de que, conmovida, nos vendiera algún chusco de esos que sin duda “disimulaba”. Cuando me coloqué en la puerta,  moviendo mis escuálidos bracitos y lo que deberían haber sido mis caderas al ritmo de esa melodía , convertida en una caricatura de mellada sensualidad, sus risas y sus aplausos me llenaron de satisfacción. Pero mucho más nos llenó la hogaza de pan que pudimos llevarnos  escondida en el zurrón. Y además gratis.

"Amado mío"
Yolanda como Gilda en 1984

Muchos años más tarde, en la España de 1984, cuando me tocó interpretar a Rita  en el Music Hall Lola  y vi  por primera vez la película “Gilda” al completo, descubrí que la imagen de Rita envuelta en raso y enguantada y la canción Amado mío no coincidían. El seductor traje  y los largos guantes pertenecían a la memorable escena de la bofetada, donde ella interpretaba  “Put the Blame on Mame”, mientras que en  Amado mío Gilda vestía un bello traje claro. ( Leyendo últimamente Mis episodios nacionales, he comprobado que hasta su autor,  Fernando Vizcaíno Casas, tan  informado sobre la época de la posguerra, había incurrido también en ese error. Mi conclusión es que la memoria  ha jugado una mala pasada a muchos españoles de esos días, fundiendo la imagen de la más impactante escena de Rita con aquella canción que, quizá por comenzar en castellano y ser de melodía muy pegadiza, había calado en el corazón de los españoles).

Con uno de mis vestidos
En fin, tan exitosa fue  mi actuación en la tahona que,  usando el mismo sistema, logré varias veces  llevar a casa alguna racioncilla de lentejas, con gorgojos, por supuesto, (a los cuales mi padre llamaba irónicamente “proteínas”), de garbanzos y hasta en una ocasión un cuartillo de auténtico aceite de oliva. Consolidada mi carrera de artista ambulante hube de ampliar mi repertorio y  mi vestuario. Lo segundo no era problema, ya que en casa había un variado surtido de trajes provenientes de “épocas mejores”. Lo primero tampoco lo fue. Me aprendí canciones de moda como La vaca lechera o Mi casita de papel y con ello dejaba a mi público satisfecho.

Pero aquella situación no podía continuar. El escaso trabajo, la falta de higiene y de defensas orgánicas provocaban  toda clase de infecciones por hongos o por parásitos… Raro era el español que no había dado cobijo en su cabellera a los piojos o sufrido algún brote de sarna. Horrible imagen, lo sé, pero en absoluto exagerada.
El día que vi salir de casa fastuosos vestidos de teatro y no los vi volver a entrar, la famosa mosca comenzó a revolotear insistentemente tras mi oreja. Pero la constatación absoluta del desastre inminente vino cuando mi padre me pidió las queridas cadena y medalla de la Virgen de Guadalupe, esos objetos  de oro que colgaban de mi cuello desde que Irma Vila me los regalara. “No hay dinero para nada y es necesario vender las cosas de valor para ir sobreviviendo”, me dijo Arsenio con sus ojos húmedos y una voz tan compungida que mi corazón se estrujó como una pelotita de papel. No recuerdo  exactamente mis palabras pero debieron ser algo así como “no te angusties, papi, cógelas, lo único que yo necesito de verdad es a mis padres y su cariño”. De lo que estoy segura es de que aquella escena terminó como un auténtico melodrama; todos llorando y abrazándonos.
Días más tarde, sentados a la mesa de la cocina y alumbrados por la azulada luz de la lámpara de petróleo  “Petromax”,  a la que los continuos cortes en el suministro de luz nos tenían acostumbrados, esa única lámpara que  precedía con su fantasmagórico alumbrando nuestro camino por la casa, como en una película de terror, mi familia me hizo partícipe de tanta información que me resultaba imposible asimilarla.

Mi abuelo Reinhold y mi tío.
Por ejemplo; existían un tío y un abuelo maternos viviendo en Chicago, con los cuales  habían perdido contacto, y, por otra parte,  mi padre tenía otras dos hermanas,  además de Mercedes, la cual era mi madrina.
Mi tía Olimpia

Una de esas hermanas era Olimpia, que vivía con Gloria, mi abuela paterna, su marido y sus hijos en Costa Rica;  la otra era Carmen, casada en Sevilla y cuyo trato se había roto a causa de antagonismos políticos durante la guerra civil. Y luego estaba mi abuela materna Jenny, que continuaba en Cuba, allí donde el trío Dora-Arsenio-Jenny se habían conocido años atrás y donde había brotado ese incombustible “amor a tres”, que tras mi nacimiento se convertiría en “amor a cuatro”. Supe que ambas partes de mi familia, la gallega y la alemana, habían recurrido al generoso cobijo de aquella isla huyendo de la maltrecha Europa y de los desastres de la Primera Guerra Mundial. Y finalmente me informaron de que mi abuela materna, Jenny, nos había enviado los pasajes en barco para que pudiéramos unirnos a ella en Cuba.


España, pues, era tema zanjado para nosotros. No había futuro para mi familia aquí, así que, a principios de 1949  completamos el duro camino hacia el adiós subiéndonos al vapor Habana. Él  nos llevaría a un lugar donde el aire olía a galán de noche y madreselva, donde el azul del cielo era incorruptible, una isla divorciada de la nieve, la miseria y la tristeza y cuya calidez se filtraba en el alma de sus habitantes haciendo de ellos seres constantemente ebrios de música y risas. La isla de Cuba.







Próximo capítulo:  La Habana. El Collar de Perlas.














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