viernes, 27 de enero de 2012

Instantánea 13 - El camino hacia el adiós (primera parte)



“Érase un vez una madre tan desesperada por no tener con qué alimentar a sus hijos que, cierta oscura noche, después de mucho meditarlo y tras lograr reunir el coraje necesario, se dirigió al cementerio del pueblo con el macabro fin de obtener comida para sus vástagos de algún cadáver recién enterrado. Al cabo de un rato de buscar, y creyendo haber tenido suerte, descubrió una tumba cuya tierra se veía recién removida. Sacando fuerzas de flaqueza comenzó a escarbar con sus escuálidas manos hasta ensangrentarlas y al llegar al endeble féretro de madera lo golpeó con todas sus fuerzas, haciendo saltar, hecha pedazos, su frágil tapa. La oscuridad y la soledad reinante la amparaban. Su conciencia y su mente estaban anestesiadas por la necesidad de salvar a sus hijos del hambre más atroz. Así que, al descubrir el cuerpo, con una fuerza sacada de su angustia, hundió sus manos en el abdomen y de un brusco tirón le arrancó el hígado. Como perseguida por todos los demonios del infierno corrió hacia su casa con el botín, sosteniendo contra su seno aquella víscera cuya tibieza intentaba reinstaurar.

Esa noche sus hijos lograron recuperar una satisfacción perdida hacía tiempo; dormir con el estómago lleno. Pero poco duró la placidez de su sueño. De madrugada se comenzaron a oír extraños ruidos en la casa, como de pies arrastrándose por el pasillo, pasos que se acercaban de forma lenta pero inexorable al miserable cuarto que madre e hijos compartían. Hasta que finalmente, en el umbral  de la puerta, se oyó una voz quejumbrosa pero de aterradora presencia que decía, “ladrona, devuélveme mi híííígado, devuélveme mi híííígado, devuélveme mi híííígado…”



Aquel primer “devuélveme mi híííígado” bastaba para que la reunión se desbaratase y el grupito de niñas corriéramos  gritando de horror. Sin  sospechar en absoluto que la necrofagia había llegado a ser, en algunos casos, un hecho comprobado, el simple pensamiento nos llenaba de espanto. Este es un buen ejemplo de cómo la miseria reinante había contaminado hasta los sencillos cuentos de terror que, en aquellos pasillos de Alonso Cano y reunidas en apretado corro, las niñas nos contábamos. Ese relato llegó a convertirse en una especie de leyenda urbana.


Aunque el ambiente del mundo del espectáculo siempre fue  especial, muchas veces apenas rozado por la realidad de la vida, el otro mundo, el de la España de la posguerra estaba habitado por demonios invisibles que poseían a los humanos,  devorando sus corazones con la misma ansia con que los humanos devoraban la escasa comida que el gobierno nos suministraba. La miseria exacerba los instintos más animales. No era un buen país para crecer, no, aquella España herida y rencorosa.


Cuatro habían sido las figuras que, en una fría mañana de 1946, cargadas de maletas e ilusión, habían abandonado el portal de Alonso Cano 4 para comenzar la larga gira de seis meses con Irma Vila. Cuatro habían sido las figuras que habían partido y cinco las que regresaban, mi madre, mi padre, mi tía, yo y ¡Mariquita Pérez!  La gran diva.



Sujetando  amorosamente su manita decidí quedarme en la acera haciendo de orgullosa anfitriona para el enjambre de moscones que, en cuanto la noticia se corriese, acudirían a rendir pleitesía a la nueva reina del barrio. Mariquita, mi envidiada muñeca, esa que a mi lado viajó durante meses en un destartalado autobús, la que conmigo  había compartido  la visión de una  veleidosa Madre Naturaleza, ora ornada con púrpuras, rojos, verdes y amarillos, en una orgía primaveral de amapolas, margaritas y lilas,  ora cubierta hasta los ojos por la albura de la nieve.   



Solo dos amigos tenía yo en el barrio que realmente deseara volver  a ver. Uno era Pepín, un regordete y tímido niño. Ese muchachito que durante nuestros divertimentos   femeninos con muñecas,  generalmente hechas de tela y estopa por nuestras madres,  nos miraba desde la distancia con envidia mal disimulada. Las niñas no lo aceptaban en sus juegos por aquello de “las niñas con las niñas, los niños con los niños” y estos últimos solo lo usaban como objeto de mofa.

Pero el caso es que a mí siempre me había caído bien y en esas tardes veraniegas en las que nuestro Madrid nos obsequiaba con temperaturas de más de cuarenta grados, en esas horas en las que la ciudad observaba rigurosamente el sagrado ritual de la siesta, ambos salíamos  a hurtadillas de nuestras respectivas casas y juntos dábamos largos paseos. Generalmente íbamos a un edificio cercano, semiderruido por las bombas de la reciente guerra o llegábamos hasta  un Paseo de la Castellana, que en aquellos tiempos y por nuestra zona,  era simplemente un proyecto lleno de divertidos escombros.  Entre ellos corríamos y soñábamos al unísono Pepín y yo.



Mi otra amiga, Elenita, era un caso muy especial y según los mayores “la única niña buena del barrio”. Su piel de un níveo deslumbrante y sus  largos tirabuzones la hacían parecer un auténtico ángel.  Como era buena y buena católica rezaba cada noche el Padrenuestro, el Ave María y otras cosas mucho más complicadas. En familia, junto a su pequeño padre contable y a su diminuta y sonriente madre, desgranaban  cada día el rosario. Y seguramente por eso  de sus manos parecía emanar un brillo de santidad y de sus cabellos un embriagador aroma a incienso. Desconozco la razón  pero fui la única niña del vecindario que traspasé los filtros de la confianza familiar y, siendo ella una irreprochable estudiante, nuestros juegos se solían centrar en la lectura de  cuentos y fábulas o en algún que otro repaso a mis renuentes tablas de multiplicar. Todo esto, por supuesto, en su hogar,  pues Elenita tenía prohibido juntarse con la chiquillería del barrio. La cuestión era que yo adoraba a aquella silenciosa y frágil criatura.

De repente la acera de mi casa comenzó a llenarse de curiosos y amiguitas que habían acudido ante las palabras mágicas: Mariquita Pérez. Por supuesto Pepín estaba allí, mirándola con ojos arrobados y conteniendo a duras penas su instinto maternal. Entonces, para mi asombro vi, acercarse a Elenita. Sin duda era la primera vez que la veía en la calle, mezclándose con los otros niños. Pensé que el reclamo de mi muñeca, cuyo nombre, coreado por la chiquillada, debía haber llegado hasta su balcón, la había impulsado  escaleras abajo, así que, sin dudarlo un momento, corrí hacia ella y deposité mi preciado tesoro en sus brazos. Lo que sucedió después fue más horripilante que todos los cuentos de terror que había oído en mi vida. Con un rostro aun más níveo que de costumbre, tras mirar estáticamente  y con un extraño brillo a mi Mariquita, alzó la mano y hundió con saña sus dedos en los preciosos ojos de mi muñeca. Así, por sorpresa.  En aquel  instante fue como si yo misma hubiese sido cegada,  como si por los horribles agujeros que quedaron en su carita se hubiese ido mi vida. Entonces Elenita, tras dejar caer al suelo aquel amado cuerpo,  volvió a entrar en el portal, con una parsimonia inexplicable.

El grupo, como por ensalmo, se disolvió. Solo quedó Pepín, agarrando mi mano con lágrimas en el rostro y una solidaridad llena de cariño. Nunca he podido comprender ni olvidar este crimen y, por supuesto, jamás volví a tener trato con aquella niña, a pesar de las sinceras disculpas de sus padres.

Pero ese era solamente el comienzo de la serie de infortunios que plagaron los siguientes meses.


Las Pfarrys en la Danza Apache.
Un tiempo después, mi querida tía Jenny desapareció de la casa durante una semana. Mis padres decían que estaba en San Sebastián cuidando a una amiga enferma. Pero fueron días angustiosos,  y puesto que ella nunca se había separado de nosotros, incluso las inhóspitas paredes de la casa la extrañaban. Las mellizas vivían hasta tal punto  unidas que solo a la hora de ir a la cama se convertían en seres independientes. Cuando al fin Jenny volvió estaba demacrada y con una tristeza que, a pesar de sus inmensos esfuerzos por disimularla, mi corazón percibía inequívocamente. Solo muchos años más tarde supe que le había sido realizada una mastectomía total. A la parte más femenina y frágil de las Pfarry Sisters le habían amputado un seno en la flor de la vida y de su carrera. Si alguien cree que ese dramático hecho cambió su existencia es que no valora la entereza de aquella alemana. Una vez repuesta físicamente, la solución al problema consistió en subir los escotes de sus vestidos y en hacerse varios postizos rellenos de algodón con los cuales disimulaba la parte huérfana de sus sujetadores. Solo un número hubieron de suprimir de su repertorio, aquella espectacular  Danza Apache en la cual Jenny era zarandeada y arrastrada por su “gigoló”, Dora. Mi tía nunca se atrevió a bailarlo de nuevo. Entonces no existían ni prótesis, ni estéticas, ni tratamientos postoperatorios pero Jenny superó su amputación y el mismo cáncer, según me confesó tiempo después, gracias al amor que por nosotros sentía.


        Gigliola Cinquetti                      Stephen King               Cecilia                        Arnold Schwarzenegger  
En aquellos tiempos el mundo entero estaba sumido en el recuerdo de los  bombardeos de Hiroshima y Nagasaki y en la resaca de esa arrasadora Segunda Guerra Mundial. Sobre nuestros corazones gravitaban aún los millones de muertos que la misma había causado y la incertidumbre sobre el futuro de una Europa que los vencedores  se estaban repartiendo con iniquidad    Creo que  ni siquiera aquellos que  habían nacido en el 47, bastante después de que el conflicto armado finalizase, lograron librarse de ese lastre. Aquel año vinieron al mundo  Cecilia, malograda cantautora española, Stephen King, famoso autor de novelas de terror, Arnold Schwarzenegger, actor austriaco que llegó a ser gobernador de California, Meat Loaf, actor y cantante norteamericano de "hard rock"  o Gigliola Cinquetti, italiana, ganadora dos veces del Festival de San Remo.  Así mismo en aquel año  morían personajes importantes como el  escritor y poeta español Manuel Machado, hermano y en una época colaborador del gran Antonio Machado, el cineasta alemán  nacionalizado norteamericano Ernst Lubitch,  director de joyas como Ser o no ser, Henry Ford, revolucionario de la industria del trasporte en USA y, quizá para equilibrar la balanza, el gangster más famoso de su época, Al Capone, creador en los años treinta del Sindicato del Crimen.



         Al Capone                   Manuel Machado               Ernst Lubitsch
Pero, como dije antes, estas eran solamente una parte de la serie de infortunios que plagaron para nosotros la segunda mitad de 1947.  Así pues me temo que las historias tristes continuarán.

Próximo capítulo: El camino hacia el adiós (segunda parte)

NOTA. Un lector, Ovejo, me ha enviado este Gif tan divertido que quiero compartirlo con vosotros. Gracias, Ovejo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario